El Tamiz Antes simplista que incomprensible.
Premios Nobel – Química 1905 (Adolf von Baeyer) 14 Jul 2010, 2:31 pm
Tras disfrutar con el Premio Nobel de Física de 1905, otorgado a Philipp Lenard por su trabajo con los rayos catódicos, hoy seguimos con la serie de los Premios Nobel, esta vez con la contrapartida en Química del mismo año. En este caso no sólo vamos a obviar, como con Lenard, la segunda parte del artículo –la dedicada a explorar el asunto del Premio desde un punto de vista más moderno y puramente divulgativo–, sino que además este artículo va a ser bastante más corto que otros de la serie y, para qué engañarnos, más soso. Lo siento, pero uno da lo que puede dar, por más que intente inyectar un poco de “poesía” y filosofar sobre el asunto. Avisado estás. Eso sí, si quieres saber qué tienen que ver los pantalones vaqueros con la India, quién descubrió la fenolftaleína (que seguro has usado alguna vez si has pasado tiempo en algún laboratorio de química) y sus curiosas propiedades, y cómo los límites entre lo natural y artificial se desdibujaban en el cambio de siglo XIX-XX… ya sabes, sigue leyendo. Por cierto, además del aviso, una petición: como sabéis, yo soy físico y no químico, y los nombres de algunos de los compuestos de la orgánica me superan con mucho. De modo que no tengáis problema en corregirme para que cambie nombres a diestro y siniestro si meto la pata. Para entender la relevancia del premio de hoy necesitamos retroceder en el tiempo unos cuantos milenios y viajar hasta la India y Sumatra. Allí se cultivaba una planta cuyas hojas, debidamente procesadas, proporcionaban un tinte de un color bellísimo y muy intenso, que se fijaba muy bien y permanecía durante mucho tiempo, incluso al lavar la ropa. Otras culturas quedaron maravilladas con la permanencia y la intensidad de este tinte, y pronto surgió un comercio fluido –y muy lucrativo para algunos– que llevaba este tinte desde Asia hasta muchos otros lugares del mundo. Los griegos amaban intensamente lo que llamaban indikón, por el origen indio del tinte; una palabra que se transformó en la latina indicum y, en castellano, se convirtió en índigo. Sin embargo, en nuestro idioma es más común utilizar un nombre diferente, ya que los griegos no eran el único pueblo fascinado por este tinte de color difícil de describir. Del sánscrito nīla pasó al persa nil, de ahí al árabe níl y de éste al castellano añil, que es el nombre que solemos darle tanto al tinte como al color y a la planta. De modo que, desde mi enorme ignorancia, me da la impresión de que añil es más fiel al origen último que índigo, y utilizaré la primera casi siempre en el artículo. Indigofera tinctoria (Biolib.de/CC Attribution Sharealike 3.0 License). El nombre científico de la planta es Indigofera tinctoria (lo que da una idea de su importancia fundamental), y es una legumbre que crece de manera óptima en climas tropicales y subtropicales. Su aspecto no es nada llamativo en cuanto a sus colores, hasta que se procesa. Desde la antigüedad, se recolectaban sus hojas y se dejaban fermentar en agua. A continuación se extraía el precipitado sólido de la disolución y se mezclaba con una base, como sosa cáustica –hidróxido sódico, NaOH–, con lo que se obtenía ya un color tan extraordinario que tiene su propio nombre. Finalmente, se dejaba secar y se trituraba para dar el producto final: un polvo fino que era el que se transportaba por todo el mundo. En Europa, el añil era un producto de absoluto lujo, dada la distancia que debía recorrer hasta llegar allí desde el subcontinente indio. Tan caro era que se lo conocía también como oro azul. Había otros tintes de color similar, procedentes de otras plantas del género Indigofera y que hoy sabemos contienen menores cantidades del compuesto químico de tan espectacular color; pero esas plantas, que sí crecían en climas templados, no proporcionan la misma concentración de la sustancia, con lo que su azul era… menos añil. No era lo mismo, aunque el común de los mortales tenía que conformarse con esos tintes, más asequibles para el bolsillo. Cheche Tuareg teñido con añil (Florence Devouard/CC Attribution Sharealike 3.0 License). Seguramente conoces a los Tuareg, los “hombres azules del desierto”, que tiñen sus cheches (esa especie de mezcla entre turbante y velo que cubre casi toda la cara y cabeza) con polvo de añil. Lo normal en otros lugares era realizar un proceso relativamente complejo para conseguir disolver el tinte en agua –el añil no es soluble en agua “tal cual”–, pero dado que los Tuareg tiñen directamente con el polvo, y su piel está en contacto con él pues el polvo impregna la ropa, acaban teñidos ellos mismos de añil. Desconozco la relevancia del color en su cultura ahora, pero históricamente, dado el precio del añil, la intensidad del color en el cheche era indicativa de la riqueza del dueño. Con el tiempo fue aumentando la demanda de añil, y también fue posible transportar mayores cantidades hasta Europa, una vez que se establecieron rutas marítimas hasta la India. Lo que no cambió mucho fue el elevadísimo precio del oro azul. El problema de hacerlo más barato es que los tintes artificiales no se acercaban, ni de lejos, a la intensidad, pureza y belleza del color proporcionado por las hojas fermentadas y tratadas de la Indigofera tinctoria, y nadie era capaz de sintetizar ese tinte de manera artificial: muchos pensaban, como en otros casos parecidos, que era imposible igualar a la Naturaleza, que había algo inexplicable y único en el tinte natural que no podía replicarse en un laboratorio. El caso es que cada vez hubo más plantaciones que la cultivaban, y un verdadero comercio no sólo de tinte, sino de esclavos destinados a trabajar los campos de esta legumbre, tanto en Asia como en África y América. No se escatimaban gastos en llevar las plantas –y los esclavos que las cultivaban– a cualquier región del globo donde el clima permitiese producir oro azul. ¡Poderoso caballero es don Dinero! A finales del siglo XIX había unos 7 000 kilómetros cuadrados de plantaciones de añil, y se producían unas 19 000 toneladas anuales del lujoso tinte… pero los días de la Indigofera tinctoria, los precios descabellados y la exclusividad del añil estaban contados. El responsable difuminaría los límites entre lo sintético y lo artificial y destruiría el misterio del añil: Adolf von Baeyer. Este científico alemán había nacido en Berlín en 1835 y estudió Matemáticas, Física y finalmente Química, bajo eminencias de la talla de Bunsen y Kekulé. Una vez doctorado, se dedicó a profundizar en la naciente Química orgánica en general, y a investigar sobre los tintes en particular. En 1865 se propuso analizar el añil como compuesto químico, determinar qué le proporcionaba ese magnífico color y, si era posible, obtener esa molécula tan peculiar de manera artificial, en su laboratorio, a partir de sustancias más simples, como las procedentes del alquitrán de hulla (que se obtiene del carbón). Von Baeyer era inteligente y capaz, pero por encima de todo –como otros científicos que han aparecido y seguirán apareciendo en esta serie– era un experimentador de primera categoría por su meticulosidad y persistencia. Porque no sé tú, estimado y paciente lector, pero si yo me planteo obtener añil sintéticamente en 1865 y no lo he conseguido en un par de años, me daría por vencido. Pero Adolf siguió erre que erre, probando distintos métodos y sustancias iniciales diferentes, estableciendo propiedades y errando en los productos durante nada menos que trece años –durante los cuales, por supuesto, también realizó experimentos en otros campos–. ¡Vaya tenacidad! En 1878, el alemán consiguió por fin su propósito. Haciendo reaccionar 2-nitrobenzaldehído con acetona en un ambiente básico, obtuvo una molécula que suena vulgar, pero tiene propiedades extraordinarias: C16H10N2O2… el añil. La estructura de sus enlaces y la forma casi plana de la molécula hacen que absorba una enorme cantidad de radiación en el naranja, reflejando lo que resulta ser un color difícil de expresar –de ahí que se le haya dado su propio nombre–. Aunque el primer proceso desarrollado por von Baeyer no era viable comercialmente, la importancia de su logro es enorme: utilizando reacciones químicas fue capaz de replicar una sustancia hasta entonces casi mágica, considerada por muchos como algo únicamente posible como producto natural. El abismo entre lo vivo y lo no vivo, lo natural y lo artificial, sufría un golpe más a finales del XIX –y no sería el único–. El mundo no sería el mismo. Vale, tal vez exagere un poco, pero no tanto: miles de kilómetros cuadrados de cultivos de añil desaparecerían, los precios se desplomarían muy pronto. En pocos años, tras la revolución iniciada por von Baeyer, empresas químicas alemanas conseguirían perfeccionar el proceso para obtener la molécula de añil de manera eficiente. En el cambio de siglo, la empresa Badische Anilin- und Soda-Fabrik, BASF, producía ya miles de toneladas de añil artificial que se comercializaba por todo el mundo, y se convirtió en una exportación muy provechosa para Alemania. Producción de añil artificial en BASF, 1890 (dominio público). En 1914, la producción mundial de añil procedente de plantas había descendido hasta sólo 1 000 toneladas, y el oro azul había dejado de serlo para convertirse simplemente en un tinte más. Empezó a emplearse para teñir multitud de cosas, pero estoy seguro de que la que mejor conoces de todas, porque es muy característica, son los pantalones vaqueros. Ese color azul tan peculiar proviene precisamente del añil con el que se tiñen. Y los vaqueros eran, a mediados del siglo XX, una prenda de los trabajadores más humildes en los Estados Unidos: algo que hubiera sido absolutamente imposible sin añil artificial. ¿Quién le hubiera dicho a los nobles europeos del XVI que el color tan especial del que disfrutaban sería el color por antonomasia de una prenda tan “vulgar”? Ya no harían falta esclavos para producir el tinte… bueno, más o menos. La verdad es que la vida en muchas fábricas de productos químicos de finales del XIX y principios del XX era bastante terrible. Además, aunque el añil se fabricara artificialmente, sigue habiendo un problema con él: la molécula de 16H10N2O2 no es soluble en agua, con lo que es muy difícil teñir ropas con él salvo que sea “a la Tuareg”, algo poco práctico en general. De modo que, una vez producida la pasta, para poder disolver el añil en agua hace falta a su vez reducirlo para convertirlo en leuco-índigo, una molécula prácticamente igual pero con dos características diferentes y esenciales: por un lado, su color no es añil sino blanco –algo muy malo, si nuestro objetivo es teñir cosas de añil–; por otro lado, se disuelve muy bien en agua –algo excelente para teñir cosas–. De modo que lo que se hacía era hacer reaccionar la molécula de añil con sustancias diversas para reducirlo a leuco-índigo, disolver éste en agua y remojar en ella los tejidos. Al secarse y entrar el leuco-índigo en contacto con el oxígeno del aire, se oxida de nuevo y forma el añil original, ¡con lo que el tejido se vuelve añil según se seca! Brillante. Bueno, brillante salvo por el hecho de que esas “sustancias diversas” con las que hay que hacer reaccionar el añil son, en general, bases muy fuertes y tóxicas, y los trabajadores de las plantas químicas de BASF y similares a principios del XX no deben de haberlo pasado bien. Pero, por otro lado, imagino que su existencia sería mucho mejor que la de un esclavo en una plantación de añil india en el siglo XVII, así que algo sí ganamos — y, con los años, el proceso se fue automatizando de modo que los peligros para el ser humano fueron desapareciendo en la producción de añil. Pero las contribuciones de Adolf von Baeyer al mundo de los tintes no paran aquí; también descubrió otro compuesto con propiedades extrañas pero utilísimas en el mundo de la química, y que seguro que has utilizado en el colegio o la universidad si has estudiado esa materia en un laboratorio. En 1871, mientras seguía sin cejar en su empeño de producir añil sintético pero también experimentaba con otras cosas, von Baeyer descubrió otro compuesto, de fórmula C20H14O4, la fenolftaleína. La fenolftaleína no parece un tinte cuando está disuelta en agua, pues es incolora. Pero imagino la cara de von Baeyer cuando la pusiera en un ambiente básico y viera como el color del líquido cambiaba a un bellísimo color fucsia, o en un ambiente muy ácido y se volviera rojo intenso. Sí, la fenolftaleína tenía la capacidad maravillosa de cambiar de color dependiendo de la acidez. Lo que sucede realmente, claro, es que no se trata siempre de la misma sustancia: dependiendo de la acidez o basicidad de su entorno, este compuesto reacciona para formar una serie de moléculas muy parecidas pero que son suficientemente distintas como para tener colores diferentes –y, en mi opinión, preciosos–: rojo cuando la acidez es extrema, incoloro cuando se trata de una disolución ácida o neutra, fucsia cuando es básica e incolora de nuevo cuando la basicidad es extrema. Fenolftaleína en entorno básico (izquierda) y extremadamente ácido (derecha) (dominio público). La utilidad de este compuesto en la Química es enorme, no por su belleza sino porque es un indicador del carácter ácido o básico de una sustancia, y permite realizar medidas muy exactas en reacciones de neutralización entre ácidos y bases. Una vez más, von Baeyer y la química de los colores, aunque en este caso con una importancia más científica que industrial. Y, una vez más, descubrimientos que pueden no ser revolucionarios en el plano teórico, pero de gran utilidad y como consecuencia del trabajo constante e incansable a lo largo de toda una vida. Porque von Baeyer realizó muchas otras aportaciones a la Química orgánica a lo largo de los años, y es por toda esa vida en un laboratorio que se le otorga el Nobel de 1905: moriría sólo doce años más tarde, y los descubrimientos por los que se le concede el premio son muchos años anteriores a 1905. Entre otras cosas, fue el primero en sintetizar el indol, una de las sustancias que proporcionan el fétido olor a los pedos –y no el metano, como ya hemos desmontado aquí mismo hace mucho–, descubrió el ácido barbitúrico y otros derivados del ácido úrico, obtuvo un pigmento fluorescente denominado fluoresceína, contribuyó a deshacer algunas divisiones entre compuestos que hasta entonces se consideraban completamente diferentes, estableciendo conexiones entre compuestos alifáticos y aromáticos… vamos, que es difícil entender la Química orgánica, teórica y sobre todo experimental, de finales del siglo XIX sin él. Fluoresceína bajo radiación ultravioleta (Bricksnite/CC Attribution Sharealike 3.0 License). Desgraciadamente, el día en el que recibió el Premio Nobel de Química no pudo estar presente, debido a una enfermedad –no sé si se debía a su edad, o era algo puntual y sin mayor importancia que le impidió acudir–, de modo que esta vez sólo puedo proporcionar el discurso de entrega, y no dejar un enlace al PDF de la conferencia del galardonado. Pero, como suelo decir, imagina la escena en la gran sala de la Fundación Nobel, y a A. Lindstedt, Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, dirigiéndose al público allí reunido el 10 de diciembre de 1905: Su Majestad, sus Altezas Reales, damas y caballeros. Una característica definitoria de la ciencia química es la cercana interacción entre teoría y práctica, entre la ciencia pura y la tecnología, que cada vez adquiere una mayor importancia. Esta característica se volvió especialmente prominente durante las últimas décadas del siglo XIX. Muchas veces una reacción, realizada con pequeñas cantidades de substancias en el tubo de ensayo del investigador, tras ser evaluada correctamente y aplicada de forma sistemática, ha producido una revolución en la industria química, de modo que un centro industrial ha ganado importancia frente a otros, o incluso que ramas completamente nuevas de la industria han sido creadas. Una de estas ramas, con la que no hubiéramos podido soñar siquiera hace cincuenta años, y sin embargo hoy en día proporciona trabajo a muchos miles de personas y distribuye sus productos por todo el mundo, es la preparación de tintes orgánicos a partir del alquitrán del carbón. Entre los investigadores vivos que han contribuido directa o indirectamente al desarrollo único de la industria de los tintes derivados del alquitrán, el lugar de honor le corresponde al Catedrático de la Universidad de Munich, Adolf von Baeyer, por sus investigaciones sobre la composición del añil, así como sobre los tintes derivados del trifenil metano. El añil, ese pigmento bellísimo de la planta del mismo nombre, está considerado el pigmento orgánico más importante de todos por su belleza y su capacidad de fijación, y por el tributo anual que Occidente solía pagar a la India, que constituía una suma muy considerable. Lograr reproducir este pigmento mediante métodos artificiales y hacerlo más fácilmente obtenible era, por tanto, una tarea muy atractiva para la investigación química. La composición única y compleja del añil, sin embargo, hizo también de esta tarea una de las más arduas. En este caso, a diferencia de otros, no podía haber opción de realizar uno de esos descubrimientos casuales, mediante los que, por un afortunado accidente, parece realizarse la mitad del trabajo. Han hecho falta años de trabajo, incluso con el cacumen y habilidad experimental de von Baeyer, para lograr revelar la composición química del pigmento y fabricarlo a partir de compuestos más simples. Incluso después de completada la parte puramente científica del trabajo, han sido necesarios años para poder aplicar a la tecnología los resultados obtenidos mediante la investigación. Von Baeyer logró producir índigo artificialmente de tres modos fundamentales; a partir de ácido orto-nitrofenil acético, de ácido orto-nitrocinnámico y de orto-nitrobenzaldehído y acetona. Esto ha abierto el camino para la producción de añil a partir de compuestos obtenibles sin demasiada dificultad del alquitrán de hulla. Y, si el problema de producir añil industrialmente se ha resuelto desde un punto de vista técnico y económico, esto se debe enteramente al trabajo básico de con Baeyer en los campos de que hablamos. El resultado es espectacular. El precio del añil ha caído ya a un tercio de su precio anterior, y las exportaciones alemanas de índigo artificial en 1904 podrían valorarse en más de 25 millones de marcos. Esto muestra que el producto sintético ha sido capaz de competir, con un éxito decisivo, contra el producto natural. Las consecuencias de este descubrimiento, que fue realizado en los laboratorios de la Universidad de Munich, alcanzan ya las orillas del Ganges, y probablemente no hará falta mucho tiempo hasta que los inmensos campos que se han venido utilizando hasta ahora para el cultivo de la planta del añil se podrán destinar a producir cereales y otros alimentos para los millones de hambrientos en la India. Simultáneamente con sus análisis dentro del grupo del añil, análisis que han ejercido además una influencia enorme sobre el desarrollo de la química orgánica y han dirigido la investigación a nuevos canales, von Baeyer también estuvo activo y con el mismo éxito en otro aspecto de la química de los tintes orgánicos. El estímulo fue proporcionado por su descubrimiento de un nuevo grupo de compuestos de bellísimos colores, las llamadas ftaleínas, de las cuales sólo los pigmentos derivados de la eosina –muy importantes para la industria– y los tintes de la rodamina derivados de ellos, pueden tener una mención específica aquí. En una serie de experimentos magistrales, von Baeyer probó hace varios años la naturaleza química de las ftaleínas y demostró que, al igual que los ya conocidos tintes de la rosanilina, pueden clasificarse como derivados del hidrocarburo trifenil metano. En los últimos años –más exactamente, a partir de 1900– von Baeyer ha vuelto a su trabajo con el trifenil metano, y desde ahí se ha llegado a una nueva concepción de la composición química de los pigmentos y, en general, de la conexión entre las propiedades ópticas de las substancias orgánicas y su estructura atómica interior. Los tintes estudiados por von Baeyer pertenecen a la categoría principal de substancias orgánicas normalmente clasificadas como compuestos aromáticos, que se diferencian sustancialmente de otras substancias orgánicas –la serie de los llamados ácidos grasos o alifáticos–, tanto en sus propiedades como en su comportamiento reactivo. De hecho, esta diferencia se ha considerado tan grande que ha causado la división de la química orgánica en dos mitades separadas: la química de los compuestos alifáticos y la de los aromáticos. Sin embargo, una de las principales tareas de la investigación científica es tratar de salvar los abismos entre diferentes ciencias, o diferentes ramas de la misma ciencia. En este aspecto von Baeyer ha realizado un trabajo notable mediante sus intvestigaciones, extraordinario tanto desde el punto de vista empírico como el teórico, al estudiar los compuestos hidroaromáticos. En estos compuestos ha encontrado la forma transicional entre las dos series principales antes mencionadas, y al aplicar la nueva concepción y el nuevo método a los terpenos y las especies de alcanfor que existen en la naturaleza y que son también importantes tecnolóficamente, ha abierto nuevos campos para el trabajo de síntesis que eran antes inaccesibles. El camino de un investigador hasta un descubrimiento depende de la naturaleza de su objetivo. Tal vez, tras un breve período de prueba y error, se abran ante él nuevas vistas, pero también es posible que tenga que abrir un camino lento y seguro hasta su objetivo empleando una terca persistencia. El trabajo de von Baeyer en los campos aquí mencionados ha sido de este segundo tipo. Su trabajo más relevante se ha extendido durante un largo período de tiempo, y ha continuado hasta el día de hoy, aunque sólo en los últimos años ha sido posible apreciar y comprender de veras su excepcional importancia. La Real Academia Sueca de las Ciencias, por tanto, considera que está actuando en pleno acuerdo con los Estatutos de la Fundación Nobel al otorgar el Premio Nobel de Química de este año al Catedrático de la Universidad de Munich, Geheimrat Adolf von Baeyer, por los servicios que ha prestado al desarrollo de la química orgánica y la industria química a través de su trabajo con tintes orgánicos y compuestos hidroaromáticos. Puesto que una enfermedad impide que el galardonado esté aquí presente hoy, el Premio le será entregado a través de su Excelencia, el embajador alemán. En la próxima entrega de la serie visitaremos de nuevo a un viejo conocido, al hablar del Premio Nobel de Física de 1906. Para saber más (esp/ing cuando proceda): |
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